REFLEXIONES PEDAGÓGICAS.
CLAUDIA FERNANDA RIVERA HERNÁNDEZ
Docente Humanidades.
Constatar que los niños y jóvenes de hoy se encuentran inmersos en un mundo convulso, con paradigmas por construir, conlleva, en los últimos tiempos a una reformulación de las políticas educativas en la imperante necesidad de “formar estudiantes con la capacidad o disposición para dar solución a problemas reales y producir nuevos conocimientos”[1]. Se habla hoy de qué tan competente resulta ser el joven bachiller para enfrentar la vida práctica, en acciones concretas con las herramientas que un aprendizaje significativo (más allá de la memorización y la rutina) le proporciona a lo largo de su estancia educativa, para situarse en su entorno en busca de raíces culturales que le permitan cualificar su desempeño al servicio de la colectividad. La ley 115 nos sitúa en tal contexto y nos incorpora un nuevo concepto de educación, entendida como “un proceso de formación permanente, personal, cultural y social que se fundamenta en una concepción integral de la persona humana, de su dignidad, de sus derechos y de sus deberes”. Consecuentes con lo anterior, Indagar sobre las prácticas evaluativas en el aula, en el marco del intercambio que el taller “Pruebas comprender de Lenguaje” convocado por la Secretaría de Educación el pasado 9 de octubre, nos posibilita a los docentes del Distrito aceptar que los conceptos epistemológicos aplicables al quehacer docente deben ir más allá en su interpretación necesariamente acorde con una sociedad que se estructura polifónicamente en la variedad de actores en contextos disímiles.
Reconocer hoy que la evaluación sólo sirve para aproximarnos a la realidad del hombre, nos lleva a la desmitificación de aquel tipo de pruebas cerradas a las que nuestra memoria nos remite con cierto sudor en las manos en donde lo que se nos pedía era transcribir en las hojas el saber estricto del docente. Si nos acercábamos fielmente a él podríamos obtener una alta calificación pero, si al contrario, nos atrevíamos a ir más allá o a refutar aquel saber, nuestra calificación tendría un tinte rojo. Hoy sabemos con certeza que la verdad no es absoluta, que el conocimiento se construye a partir de las vivencias de cada quien, de tal forma que aprender hoy se traduce en aprender de forma significativa competencias necesarias para resolver problemas en situaciones concretas.
Bastó observar la proyección de dos videos de experiencias de aula, en donde básicamente se ponía de relieve formas de evaluar la construcción de textos en estudiantes tanto de la básica primaria como de la básica secundaria. Corroboramos cómo entorno a un ejercicio de puesta en común, los métodos evaluativos fueron posibles desde diversos ángulos. De forma interactiva, se hicieron presente: una autoevaluación, buscando llevar al estudiante a la identificación de sus propias carencias y el diseño estratégico de soluciones concretas; una coevaluación, buscando la cooperación y el respeto por el otro en tanto se pueden ayudar mutuamente estimulando la superación espontánea de las dificultades comunes; una heteroevaluación, en el reconocimiento del docente- orientador y evaluador a la par del estudiante constructor de su propio aprendizaje; y una evaluación individual sin mayor protagonismo en este espacio, subyacente en la evidencia de un ejercicio no manipulado y una organizada participación de los estudiantes en aproximación adecuada al uso de las habilidades del lenguaje y la apropiación del saber entorno a una tipología textual ampliamente abordada. Una u otra, todas o ninguna, es claro que no existen manuales, ni recetas de cocina, los métodos de aprendizaje y por lo tanto los evaluativos, se construyen en las realidades concretas, en los intentos de querer captar la atención dispersa de los chicos. Esta y tantas otras experiencias nos llevan a deducir, de igual forma, que más que dictámenes, el docente requiere de una alta sensibilidad para hallar el método adecuado.
Muy pronto el debate nos llevó a verificar qué tan objetiva o subjetiva debe ser la evaluación, para deducir a la luz de las vivencias de cada quien, que tan subjetivo es quien evalúa como quien es evaluado. Cada docente en su individualidad prevé su ideal de perfección a partir de la observación directa de las necesidades reales del contexto donde desarrolla su quehacer, de tal forma que lo objetivo se presenta como la meta o el fin a donde se quiere llegar. La subjetividad se impone en el docente a partir de sus propios enfoques y paradigmas, de la misma forma que se impone en los educandos con las diferentes aproximaciones que tienen para acceder al conocimiento de acuerdo a sus intereses y habilidades. Sería absurdo por lo tanto, tener un mismo rasero de medición, la estandarización de la nota se presenta obsoleta hoy, los sistemas de calificación “objetivos” suelen entorpecer el proceso de la enseñanza- aprendizaje. De nuevo, vemos cómo se desvirtúa la concepción de una evaluación para promover al estudiante, antes que eso, se nos configura una evaluación para conocer en qué estado se encuentran unos procesos que el maestro está desarrollando con el fin de hacer crecer a los niños.
Por otro lado, si algo debe estar lejos de mediciones castradoras, es el aprendizaje de la lectura y la escritura. Estas dos, en tanto vitales para el desarrollo humano y social de los seres, deben desarrollarse de forma libre y espontánea. El niño nace predispuesto para una lectura natural del mundo, lleva dentro de sí una necesidad imperante de comunicación con los otros, de tal forma que en el aprendizaje de las primeras letras basta con incentivar dicha predisposición de forma lúdica para que el proceso sea positivo. Personalmente, recuerdo mi experiencia temprana cuando a la edad de siete años escribía cartas con una de mis primas con quien pasaba mis vacaciones y me sentía plenamente identificada, pero que desafortunadamente vivía lejos. Ahora, veo que ese ejercicio permanente, motivado por tener una comunicación constante con alguien cercano a mis afectos, me permitió consolidar un hábito que con el tiempo se ha vuelto una herramienta fundamental para mi quehacer. Más tarde, inmersa en el aprendizaje de mi hija, con poco tiempo para compartir, en un distanciamiento menor por mi trabajo al no poder verla durante el día, decido dejarle mensajes en un tablero que adecué en su cuarto, con algunas expresiones de mi reiterado cariño y algunas instrucciones por hacer en casa. Ella, quien en ese entonces contaba con cinco años y el silabeo de las primeras palabras entre sus cuadernos, acoge mis mensajes y me responde frases pequeñas. Noto con alegría que en poco tiempo se adelanta al programa de su maestra, quien inquieta me interroga y decide proponer lo mismo para sus otros niños. Los resultados fueron asombrosos al final del curso. Estos pequeños descubrieron en la calidez de las palabras escritas de sus padres el sentido práctico del símbolo lingüístico.
Hoy desde mi quehacer docente intento que mis estudiantes escriban textos motivados por sus sentimientos e inquietudes. Los llevo a indagar en lo más profundo de sus experiencias vitales, al tiempo que recurren en sus referentes de lecturas hechas en diversos textos sugeridos por mi deducción sobre sus intereses particulares, para tener “pretextos de hacer textos” con una intencionalidad clara y definida, partiendo de la certeza que la lectura facilita el proceso de la escritura en tanto se adquiere un cúmulo de información para recrear mundos posibles. En aras de hacer del proceso lecto-escritor un aprendizaje significativo, buscamos interlocutores y es entonces, cuando el periódico mural, la rotación de textos intercursos, los concursos de narrativa, etc. se nos presentan como didácticas funcionales para nuestro propósito. Es claro que en los dos procesos, va inmerso de raíz el desarrollo de las habilidades del pensamiento, habilidades que debieran estimularse desde la edad temprana con el fin de tener una percepción y una aprehensión más significativa del mundo. Nos preguntamos entonces: ¿cómo se puede medir el desarrollo del pensamiento y por ende, el desarrollo del lenguaje?. Es claro que este proceso, en tanto sistemático y progresivo, se motiva, se estimula, se evalúa, no se “califica”.
Finalmente, a partir del diálogo polifónico de nuestras experiencias, concluimos en que las prácticas evaluativas en el aula deben sustentarse en los propósitos de potenciar capacidades, socializar resultados, afianzar valores y actitudes, aprender de las experiencias, identificar los errores y afianzar los aciertos. La evaluación, entonces, debemos asumirla como una actividad gratificante, útil y provechosa que permite detectar oportunamente dificultades, fortalezas y logros que conduzcan a la toma de decisiones adecuadas y oportunas en la formación de seres integrales desde todas las dimensiones del aprendizaje.
[1] MORENO, Bayardo Guadalupe. “¿Qué son Competencias?”. Artículo reseñado en la Revista GUIA No. 56 2001.
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